La triste metamorfosis del periodismo y sus consumidores

Del boletín al bochinche: la metamorfosis del periodismo
Por Santiago Arroyo, opinador con ínfulas de empresario y de político frustrado.
Hubo un tiempo —no tan lejano, pero sí olvidado— en que los periódicos no eran catálogos de moda política ni páginas de sociales con nombres que terminan en “-dor” o “-dora”. En Querétaro, la prensa hablaba de arte, ciencia, academia, y hasta el chisme tenía dignidad. Uno se enteraba de exposiciones en el Museo de la Ciudad, nuevos proyectos de jóvenes emprendedores o el último libro del maestro respetado de la UAQ o el ITQ.
Hoy, en cambio, nos desayunamos con notas sobre qué marca de reloj usó el diputado en la sesión de cabildo. ¿Crisis del periodismo? No. Crisis de nosotros, que lo consumimos como si fuera novela de las cinco de la tarde.
Porque no nos hagamos los sorprendidos: la política se volvió un espectáculo esperpéntico, sí, pero porque el público —nosotros, el respetable— aplaudimos con frenesí cada nuevo capítulo del show.
Hoy el verdadero Congreso está en los comentarios de Instagram o Twitter. Y el verdadero periodista… a veces parece sacado del reparto de un programa de espectáculos, el periodismo en estos días es tan cierto como los ovnis sobre Bernal.
Y no, no exageramos.
La “nota dura” ha sido reemplazada por el “chisme blando”. El reportaje se convirtió en reseña de outfit. El análisis, en infografía de pictoline. Antes, un periodista se jugaba el pellejo por sacar una historia de corrupción; hoy se juega el ángulo de la selfie con el algún político en el brunch dominical. ¡Ah, el nuevo periodismo! Que ni investiga ni incomoda, pero eso sí: sabe usar Canva.
Y, por si fuera poco, algunos de estos nuevos “comunicadores” ya no se contentan con ser voceros disfrazados de reporteros: ahora también opinan… sin contexto, sin datos, pero con mucha víscera, porque, al final las opiniones son como las nalgas, todas tienen una.
Se volvieron influencers del encono, indignados profesionales que critican con saña todo lo que se mueva fuera de su ideología, preferencias partidistas o el hambre, pero callan como marido regañado cuando les toca a los suyos. Su lema es claro: objetividad, pero solo si me conviene.
La sociedad, mientras tanto, consume todo eso como si fuera pozole en feria: con gusto, sin preguntar qué tiene. Nos escandaliza el precio del cinturón del funcionario, pero no nos molesta que los medios lo presuman como si fuera un logro. Ya no hay reportajes que generen indignación… hay galerías de imágenes que despiertan envidia.
¿Cómo pasamos de cuestionar al poder a seguirlo en Instagram?
Pero cuidado: el político presumido no brotó de una alcantarilla (aunque así lo parezca), ni llegó de Marte o, tampoco fue manufacturado por bots. Es tan queretano (o mexicano), como tú y como yo. Estudió aquí, fue al mismo antro, se tomó selfies con la misma piñata de unicornio.
Y ahora, con el poder en la bolsa, solo sigue el ejemplo que la sociedad premia: el del “nuevo rico con cargo al erario”, que mientras más ostenta, más seguidores gana. Porque la verdad incómoda es que nos seduce el exceso.
Nos da morbo ver al hijo de algún expresidente en yate, a la síndica con bolso de diseñador, al secretario con chef privado. Y los medios, que son reflejo (y a veces parodia) de la sociedad, simplemente nos dan lo que pedimos. ¿Querías reportaje de fondo? Aquí tienes una entrevista exclusiva: “La diputada nos cuenta cómo organiza su clóset por colores”. Premio nacional de banalidad.
¿Qué hacer entonces?
Primero, dejar de disfrazar de “interés público” lo que claramente es farándula política. Si una nota sobre el viaje de funcionarios a París te da ganas de googlear el hotel en lugar de cuestionar el presupuesto, ya perdiste.
Segundo, exigirle más al periodismo. No más crítica visceral con sed de likes, sino investigación con datos y contexto. Que el periodismo vuelva a ser molesto, no simpático. Que huela a tinta, no a perfume de catálogo. Y tercero, educarnos como audiencia.
Porque si seguimos premiando al periodista con micrófono comprado y al político que presume cuánto costó su outfit, lo único que vamos a lograr es que cada tres años no se renueven los cargos, sino los vestuarios y las tendencias de moda.
Querétaro merece más que una prensa de prepago. Merece medios que no vivan de boletines, políticos que no confundan servicio con desfile, y ciudadanos que no se deslumbren con la espuma del poder. Porque si no exigimos profundidad, nos seguirán sirviendo con leche de avena deslactosada.
Y entonces, cuando el próximo escándalo se filtre, no generará indignación… sino puro chisme. Y así seguiremos: viendo cómo la política se convierte en la nueva telenovela, con final predecible, mal escrita, y peor aún: basada en hechos reales.
